Sidi Shamharush, un instante infinito
Un diciembre de hace ya algunos años, subido en la inercia colectiva de "algo grande" y de las ganas de celebrarlo, peregriné al Atlas. Fue uno de esos viajes que emprendes sin planificar, pero con el seguro presagio de que el Lugar elegido y las alquimias conmemorativas pueden cambiar tu vida. Sin embargo, fue llegar, ver la multitud congregada y todo aquel montaje de Fin de Milenio, coger el coche y, chino chano conducir hacia el atardecer, alejándome, dispuesto a finiquitar el milenio en cualquier otra parte.
Hoy, dieciocho años más tarde, mientras recuerdo
todo aquello, en el aire la voz de Loreena McKennitt
entona The Dark Night of the Soul, lo que vendría a ser lo mismo el poema La Noche
Oscura de nuestro amado San Juan de la Cruz. Místicas causalidades, beáticas
coincidencias.
La brisa, que hace unos minutos tan
solo refrescaba, empieza a ser viento frío, polvo
iridiscente que de a veces es arena y murmullo, y de a veces nieve
crispada. Subo las ventanillas, el silencio y esta Luz van afelpando la
música, la voz de Loreena ralentizando el tiempo, instalándome en un
onirísmo agradable. Mientras, la cúpula celestial transita
enrojecida sobre los hombros de los hijos de Jápeto y Clímene: los blancos
Atlantes. No sé, es difícil de explicar tanta inmensidad: so bre co ge dor,
asombrosamente estremecedor. Y, de paso sea dicho, estoy empezando a
estar acojonado ante la inminente proximidad de la noche y la
ausencia de destino: maravillosa incertidumbre (voy repitiendo el mantra en silencio), maravillosa incertidumbre, recita una incrédula voz que resulta ser la mía. De vez en cuando ojeo el mapa, voy dejando
atrás Jebel Saghro, bajando por las pistas del monte Toubkal,
bordeando profundos y amplios barrancos desciendo por el Valle de
Imnan.
Lomando lomas y más lomas, domadas por la Naturaleza, por el sol, el viento, el agua y la nieve. Mientras yo añoro un fuego, el coche va serpenteando en silencio, arropado por el susurro de la música, arreciado por las rachas y el crepitar de la nieve arañando los cristales. Lomando lomas y más lomas, y tras esa loma entre la nada y el de repente aparece una construcción desvencijada, y en su eco de espejismo una aldea. Un poblado Amezigh (bereber), no sé muy bien si de la tribu de los Ait Hadiddou o de la de los Ait Yazza. La verdad es que en ese momento mis conocimientos del Atlas, de su cultura, de sus gentes eran bastante escasos. Casitas de una o dos plantas, mimetizadas en el polvo y la nieve, suaves protuberancias en la piel del paisaje. Construcciones de piedra y adobe, que, como la piel ajada de sus pobladores, se ven trazadas por la intemperie y los climas extremos.
Aparco el coche junto a una de las primeras construcciones en avanzado estado de ruina. Me abrigo, cojo la mochila, encaminándome hacia alguna parte, guiado por la inercia o la intuición voy adentrándome en el pueblo. En las paredes hay símbolos en abecedario líbico, Tifinagh, que imagino dan nombre a cada callejuela. El viento arrastra polvo de nieve que no acaba de cuajar, mis pisadas resuenan vacías, algunos faroles amarillean las fachadas derramando un ocre que el reflejo de la luna azula sobre el suelo empedrado parcialmente cubierto por una fina capa de polvo de nieve. A estas horas y en esta época del año la gente se resguarda en casa, los imagino cenando o charlando junto a la lumbre, siento una punzada triste de algo así como envidia, sin embargo estoy pletórico de contento “estoy a salvo”, el miedo a la noche y la ausencia de destino se han diluido. Apenas he caminado algo más de cinco minutos cuando llego a, lo que identificó como la plaza del pueblo y, como no podía ser de otra manera, en una de las esquinas, con sus tres o cuatro mesitas bajas en la calle, un cartel anuncia Dar Al-Andalus, casa de acogida o algo así.
Lomando lomas y más lomas, domadas por la Naturaleza, por el sol, el viento, el agua y la nieve. Mientras yo añoro un fuego, el coche va serpenteando en silencio, arropado por el susurro de la música, arreciado por las rachas y el crepitar de la nieve arañando los cristales. Lomando lomas y más lomas, y tras esa loma entre la nada y el de repente aparece una construcción desvencijada, y en su eco de espejismo una aldea. Un poblado Amezigh (bereber), no sé muy bien si de la tribu de los Ait Hadiddou o de la de los Ait Yazza. La verdad es que en ese momento mis conocimientos del Atlas, de su cultura, de sus gentes eran bastante escasos. Casitas de una o dos plantas, mimetizadas en el polvo y la nieve, suaves protuberancias en la piel del paisaje. Construcciones de piedra y adobe, que, como la piel ajada de sus pobladores, se ven trazadas por la intemperie y los climas extremos.
Aparco el coche junto a una de las primeras construcciones en avanzado estado de ruina. Me abrigo, cojo la mochila, encaminándome hacia alguna parte, guiado por la inercia o la intuición voy adentrándome en el pueblo. En las paredes hay símbolos en abecedario líbico, Tifinagh, que imagino dan nombre a cada callejuela. El viento arrastra polvo de nieve que no acaba de cuajar, mis pisadas resuenan vacías, algunos faroles amarillean las fachadas derramando un ocre que el reflejo de la luna azula sobre el suelo empedrado parcialmente cubierto por una fina capa de polvo de nieve. A estas horas y en esta época del año la gente se resguarda en casa, los imagino cenando o charlando junto a la lumbre, siento una punzada triste de algo así como envidia, sin embargo estoy pletórico de contento “estoy a salvo”, el miedo a la noche y la ausencia de destino se han diluido. Apenas he caminado algo más de cinco minutos cuando llego a, lo que identificó como la plaza del pueblo y, como no podía ser de otra manera, en una de las esquinas, con sus tres o cuatro mesitas bajas en la calle, un cartel anuncia Dar Al-Andalus, casa de acogida o algo así.
Es una pequeña pensión de dos plantas, estimo que
no tendrá más de cinco habitaciones. La propietaria habla uno de los
dialectos del Zamazight, pespunteado de expresiones en francés y castellano
antiguo, todo transcurre fácil, sencillo, con una normalidad que me
agrada y me desconcierta: tramito el hospedaje, me da dos mantas,
me acompaña a la habitación, alimenta un brasero junto a la cama, dejo la
mochila, me abrigo, cojo el tabaco y salgo de nuevo a la calle
dispuesto a sentarme en una de aquellas mesitas, ojear la Biblia del Atlas (Le
Grand Traverse de l´Atlas Marroquien), fumarme un cigarro y, sobre todo,
dejarme aplastar por tanta y tanta estrella. Al sentarme y dar la
primera calada tomo conciencia de esa sensación un tanto inquietante:
"todo ha transcurrido con tanta normalidad, el brasero encendido en la
habitación?, es como si me estuvieran esperando. Eso es, cómo sí me
estuvieran esperando". A través del frío, de la oscuridad azul de
una noche increíblemente estrellada se presiente la proximidad del jefe de los
Titanes manteniendo la bóveda celeste, su respirar es un gemido. Estoy
aquí fascinado intentando atrapar esas hebras escurridizas de inquietud y
excitación para hilvanar una respuesta, ubicado en esa sensación efímera que sitúa un momento y la eternidad en
la mismas coordenadas, cuando, sin mediar palabra, la señora de la
fonda pone sobre la mesa una tetera y una bandejita de plata con dulces de miel,
pasta de almendras y dos tazas. ¿Dos tazas?, por un momento creo que se va a
sentar conmigo, pero vuelve a meterse en la fonda.
No sé si a vosotros os pasa, pero cuando viajo
cualquier detalle alcanza la dimensión de acontecimiento, los sonidos se
amplifican, los colores, … “Ya sé lo que piensas, no, te aseguro que es un cigarro lo que me
estoy fumando”. Sentir toda esta inmensidad te empequeñece, pero a la vez hace
que te sientas infinito al formar parte de ella. Miras al firmamento, las
estrellas, la luna y, en esa mirada hacia afuera hay una mirada interior. Con
los ojos cerrados sorbo el té, mantengo el sabor en mi boca y dejo que el calor
líquido descienda por mi garganta hasta el estomago. Al bajar la taza, allí
está, sentado en la silla frente a mí, tengo que mirarlo varias veces para
cerciorarme de que su presencia es real. No lo he oído llegar. En
silencio, con el gesto precioso que da haber repetido esa misma acción miles
de veces, rellena mi taza, me la acerca y se sirve té en la suya: un
rostro de adobe con mirada de luna, una sonrisa sosegada. Su voz es un apenas, un
susurro, pero alcanza mi oído con la claridad de la brisa: "Salam malecum
amigo, mi nombre es Hazrat Fishan Khan el tejedor de buratos, y aquella esquina
es mi sitio- cada vez que oigo la palabra esquina pienso en Juan Ismael “esquina, árbol sin raíz que sufre a dos vientos”- Mi
nombre-continua- viene de lejos y cual sombra me sigue como un perro negro. Hace muchas,
muchísimas lunas que llegué a esta aldea, vine desde muy lejos, tan lejos y hace tanto tiempo que ya no recuerdo ni el dónde, ni el cuándo. En mi cabeza, que un
día albergo el abrazo del sufí y el islam, hoy se diluyen las fechas, se
evaporan los nombres, se desdibujan los rostros y las voces son apenas ecos.- y
tocándose el corazón- Todo permanece cautivo en algún lugar de aquí
dentro". En un castellano atávico salpicado de remotas expresiones empieza
a contar que en esta aldea, Sidi Shamharush, hay un morabito - bueno, la
tumba vacía de un morabito- y allí acuden los peregrinos para ganarse la
bendición divina y curarse de reumatismos, esterilidades y otras enfermedades.”
Si, amigo, la tumba vacía. Porque en su estupidez los hombres albergan la
esperanza de retener al espíritu bajo las piedras y eso nunca ha sido así, nunca”.
Lo escucho y lo observo, es un anciano de esos sin edad, con los ojos tan
negros y profundos que si no hubiera sido por el reflejo de la luna
hubiese jurado que sus cuencas estaban vacías, lleva un turbante azul oscuro,
que cubre su cabeza y parte de la barbilla, dejando la boca descubierta.
Permanezco subyugado por la narración, por el tono de su voz, por su presencia,
sin importarme el frío de la noche, estamos un buen rato charlando. Siento el
tacto áspero de su mano, cuando quiere hacer énfasis en algo me coge de la mano
y la aprieta. Me dice que el santón al que visitan los peregrinos
no está muerto, que por la noche adopta forma humana. - agarra mi mano, sonríe
mostrando sus encías desdentadas- Durante el día el santón vive con
apariencia de perro negro. – Como habrás observado los ancianos en nuestra
aproximación al niño que fuimos, en nuestro regreso, perdemos los
dientes. Y en esta pérdida, que es una renuncia de la Naturaleza, el hombre
vuelve a quedar expuesto a los Genios, a merced de la inspiración de estos, de
sus poderes sobrenaturales- Me habla de la magia - la magia está en nosotros y
en la Naturaleza, pero preferimos otorgarle poder a las tumbas y a las cruces,
siempre ha sido así, siempre - Me cuenta de los genios, los genios que
habitaban en aquellos parajes, de los malos y de los buenos. Estrechando
mis manos con fuerza y ensombreciendo histriónicamente el rostro, me dice
que desconfíe del sueño de la noche, y de las formas que los súcubos
suelen tomar. Formas de hembras guapas y sensuales, mujeres con el don de la
palabra. Mujeres que se introducirían en mis sueños y fantasías para tener
relaciones sexuales y así chuparme la energía que es su alimento. Esa noche, en
la fonda alguien llama a la puerta de mi habitación, me extraña
porque en la habitación no hay puerta. He soñado contigo, recuerdo el tacto
suave, el deslizarse de nuestras pieles, entrelazadas nuestras piernas,
recuerdo tus gemidos, los míos, recuerdo una canción cuya melodía soy incapaz
de recordar.
Atrás ha quedado la noche. Durante toda la mañana me ha acompañado un perro negro, cuando he ido a la esquina para despedirme del tejedor de buratos ... allí no había nadie y nadie parecía saber de él. He preguntado a la mujer de la pensión, ha sonreído y se ha despedido amablemente de mí, negando con la cabeza haber visto a nadie.
Atrás ha quedado la noche. Durante toda la mañana me ha acompañado un perro negro, cuando he ido a la esquina para despedirme del tejedor de buratos ... allí no había nadie y nadie parecía saber de él. He preguntado a la mujer de la pensión, ha sonreído y se ha despedido amablemente de mí, negando con la cabeza haber visto a nadie.
Tal vez han pasado dieciocho años, quizás tan solo unos
pocos segundos, mi pelo batiendo contra mi frente, junto al mar, absorto ante
el vaivén del oleaje, sentado en la orilla de tantas cosas, acaricio las
piedras ruborizadas por este sol finales de diciembre. Algunas veces, como
ahora, en esa tentativa de expresar ideas puras, vuelvo al Atlas,
regreso a esa aldea y dejo mi voz, mis manos y mi mente, porque
cuando hablas sin hablar, cuando acaricias sin tocar, cuando piensas sin
pensar, o cuando acaricias sin hablar, sin pensar,... entonces fluye la otra voz, la inspiración
y es en ese justo momento cuando me siento capaz de expresar, de exteriorizar
mi realidad interna.
The wind would his hair
against his brow,
And with it's smoothest
hand
Caressed my every sense
it would allow
La voz de Loreena McKennitt sigue
entonando The Dark Night of the Soul, quizás esta era la melodía. Dieciocho años, unos segundos … el tiempo no deja de ser una trampa, una quimera, un instante infinito. Un perro negro que cual sombra nos sigue, nos acompaña.
http://www.youtube.com/watch?v=FcVaEA0009Q
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=MMyzV70ESSE
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