Discotecas

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Bueno, así iba transcurriendo mi vida, aunque yo entonces no lo sabía, y entre mis primeras pajas, los guitarreos, los dancings, las series policiacas y la efervescencia de una sexualidad muy musical, por decirlo de alguna “amanera”, iban pasando las tardes, los días. Lo que sí que había captado como una máxima, interiorizado como un mantra, era el rollito de juventud y diversión. Tendría yo 13 o 14 años y, como tantos adolescentes de mi generación, supe de las discotecas Saxo, Eurotebaida y UFO´S a través de mis primas y primos mayores. A cierta hora, los fines de semana los veía de aquí para allá enardecidos, como espoleados por algún intangible apremio, probandose estas camisas con aquellos pantalones, y ...  cómo se vestían. Luego, excitados,  se despedían con la urgencia del entusiasta “nos vamos a la disco!". Joder,  yo quería vibrar como ellos, ser acólito de aquella  pasión. Yo quería ser como ellos, ser ellos,  cómo no. Tambien es verdad que yo aprovechaba sus ausencias, la ausencia de los mayores,  para encerrarme en la habitación (ya no la compartía)  a más que  tumbarme en la cama con algún interviú, o a dar saltos con la música que ellos oían. No sé, la música y el sexo, el sexo y la música, así se iban arraigando. Hasta que alguien protestaba el volúmen a tope, primero con aquél radiocasete pequeño y unos años después en cuanto José se marcho de casa,  en el  Bettor que me agencié. Siempre que estaba en casa oía música, me masturbaba o bailaba, música a todas horas: punteaba con el rock, me extasiaba con el progresivo, histriónicamente me amaneraba con el glam,  pero sobre, sobre  todo me gustaba bailar, o “fer la ma”, como decía mi padre.
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