La música
A
excepción de la Mar, de algunas mujeres y de ciertos libros, creo que hay pocas
cosas que hayan tenido tanto peso, tanta importancia y que hayan influido tanto
en modelar mis formas de ser como ha tenido la música. Desde muy pequeño la
música ha sido y sigue siendo una maravillosa constante en mi vida.
En
casa de mis abuelos siempre sonaba música, bueno por ser más preciso matizaré
que siempre había algún sonido ajeno a los propios sonidos que genera la vida
en una casa. Me refiero a voces, anuncios, canciones, explosiones, risas,
gritos, ruidos, en fin, sonidos que salían de aparatos: radios, casettes,
televisión, tocadiscos, … y entre todos ellos
la música adquiría un notable protagonismo en la vida de aquella casa, de las
personas que habitaban aquella casa. Si bien es cierto que había música en cada
rincón de la casa, también lo es, y no sé muy bien por qué, que unos sonidos no
canibalizaban a los otros. Quizás fuera por el tipo
de construcción, por el grueso de las paredes o la altura de los techos, o por
aquellas cortinas tan gruesas y pesadas, o tal vez fuera por el parquet o las
alfombras, pero, como digo, la acústica de la casa impedía que se solaparan unos
sonidos con otros y cada uno tenía asignado su espacio, acotada su ubicación, sin interferir en las
demás músicas. Hecho que te permitía transitar de estancia en estancia
apreciando las distintas bandas sonoras que, en ese momento, cada uno de los habitantes de la casa había
elegido.
Por
ejemplo, mi abuelo, instalado sempieternamente en ese tránsito constante entre la ausencia y la
crispación, escuchaba la radio, sus
radios. Sobre un mueble de su despacho situado
en un lateral de la mesa escritorio tenía una radio grande. Un elemento icónico
en aquel despacho que era el sanctasantórumun de mi
yayo, un espacio empapado de su gesto metódico, de su olor a masaje y brillantina, a madera, a cuero y a tabaco de pipa. Un lugar
prohibido, de acceso restringido y en el que yo, precisamente por esto, ya desde bien pequeño aprovechaba cualquier
ausencia de mi abuelo para escrutar, con la precisión de un entomólogo inglés, cada uno de sus rincones, cada uno de aquellos objetos, no solo sus formas, sino sus
mecanismos, sus texturas, sus olores. Si, recuerdo aquella radio como si ahora
mismo la tuviera delante, un aparato “noble” de madera de nogal, con el dial selector enmarcado en marfil con incrustaciones nacarodoradas, recuerdo
que en la parte de atrás llevaba una chapa de verde cobre en donde ponía Industria Argentina Fenix y abajo Galli Hermanos. Era sobria, elegante y anacrónica como todo lo que
había en esa habitación y, por supuesto,
como todo lo demás, tampoco se podía tocar. En aquella radio mi yayo escuchaba solo música clásica, a la que él categóricamente denominaba “La Música en
Mayúsculas”. Cuando pronunciaba "La
Música" lo hacía con un énfasis
triunfal, con la boca llena, en posición teatralmente erguida y levantando la voz. Cada vez, lo repetía más a menudo, ahora, con el paso del tiempo creo haber entendido que para él era como un conjuro, una fórmula más
retórica que mágica con la que pretendía mantener a raya el inexorable avance
de las otras músicas, un antídoto frente
al resto de músicas a las que peyorativamente llamaba ligeras o,
simplemente, bobaes.
El
yayo era un hombre que ostentaba un eco atractivo, de tez clara, limpia y
afeitada a navaja, pelo plateado siempre muy bien peinado, era bajito, pero muy
proporcionado, de complexión atlética y vivaracha. Siempre iba impecable. Con camisas
blancas y corbata, hasta cuando llevaba puesto el batín. Incluso cuando llevaba
aquellos jerséis de cuello de pico
debajo llevaba camisa blanca y corbata. Pocas veces he visto un nudo de corbata
tan bien hecho, tan perfecto, como el
que lucía el abuelo.
Oía
música clásica en la radio de su despacho y noticias cuando deambulaba por los
pasillos absorto en sus cavilaciones, o en sus tempranos paseos matutinos por
la Avda. de Lidón, entonces lo hacía en una
pequeña radio que llevaba en la mano y que
él llamaba L’arradiet. L´arradiet
en cuestión era motivo diario de crispación ya que, por alguna empírica razón, nunca estaba en su sitio. Con el tiempo
también aprendí que si cualquier objeto o persona no tiene asignado un sitio, es difícil encontrarlo en su sitio,
por lo que dejamos el éxito a merced de
la casualidad o de eso que llaman suerte. Pero bueno, el caso es que en casa de
mis abuelos lo que predominaba era el sonido y entre todos los sonidos, como he
dicho, la música, las músicas. Era una casa grande, con un portal y un
rellano enormes, en donde, de pequeño con algunos amigos del barrio jugábamos a
cromos y otras cosas. A otras cosas, aún me sudan las manos ahora, mientras
escribo esto y las rememoro. En aquel
portal jugué a médicos y en aquellas escaleras me enseñó las bragas María Teresa, una niña pelirroja
que por aquel entonces me gustaba un montón y a la que yo le escribía poesías
que jamás llegue a enseñarle. En una planta vivía mi tío, en otra mi tía, otra
tía más, mis padres y, por supuesto
todas mis primas y primos. En la primera
planta, la más grande, en donde vivían
mis abuelos es donde hacíamos la vida todos los primos. A partir de los quince
o dieciséis años tenías derecho a una habitación en aquella planta. Allí, en
aquella primera planta, siempre había música, a cualquier hora y en cualquier
rincón.
La
tía Rosario, mi tía soltera, era la
hermana de mi abuelita y cuando no estaba rezando u oyendo el misal en su
habitación oía a Juan Pardo, a Mocedades y, luego a Sergio y Estibaliz. Esa
habitación a mi no me gustaba nada, pero nada de nada, olía a claustro y a cirio, los ventanales y contraventanas siempre
estaban cerrados y la luz era de un amarillento mortecino. La cama, alta y
estrecha, coronada por un crucifijo de
más de un metro y, en el suelo pegada a la pared, había una talla en yeso, casi más
grande que yo, de una virgen de un
hiperrealismo estremecedor con una lagrima que le resbalaba por la
mejilla y una expresión de tristeza infinita.
La tía Rosario, que permanecía horas y horas sin salir de aquella
habitación, arrodillada, rezando, con el paso de los años fue adquiriendo un tono de piel traslucido y la misma expresión
que aquella virgen, pero más arrugada.
El
contrapunto a este espacio de abnegación mística era la cocina, muy amplia y siempre soleada, con mucha luz,
como mi yaya. Ella era la cocina y en la cocina, su cocina, oía a Demis
Roussos, a Paul Anka, a Frank Sinatra y cosas así, pero bueno era música que ella tarareaba
mientras cocinaba y, como hacía con todo, lo convertía en melodías alegres,
positivas y soleadas.
Mi
madre no tenía un gusto definido, o por lo menos yo no se lo pillaba, igual escuchaba a John Denver, que a Salome,
a Roberto Carlos, a Terry Jacks o
a Camilo Sesto, ella decía que lo que le gustaba era bailar, sin embargo mi
padre … Mi madre era una mujer guapa, con muy buen tipo, por aquel entonces
tenía el pelo negro recogido en una de aquellas permanentes altas y en su rostro destacaban los dientes muy
blancos asomando a través de su sonrisa. No sé muy bien cuando dejo de sonreír
para estar siempre enfadada, frustrada, en qué momento se empezaron a
desvanecer todas sus expectativas. Mi hermana ¿?, a mi hermana creo que no le
ha gustado nunca la música, no le molestaba, pero ni fu ni fa.
En
navidad sonaban cantatas y villancicos interpretados en alemán, latín o
castellano antiguo y que, minuciosamente, elegía
mi yayo unos días antes de que
empezaran las navidades. Todos los años, mientras separaba los vinilos que
debían sonar aquella semana, repetía lo mismo "es música pagana, no es
sacra, aunque el clero seguro que metía baza", cada año lo mismo y yo
asentía como si fuera la primera vez que oía su explicación, mi tía, por su
parte, hacía como que no le oía, se
persignaba, se iba a su habitación y se arrodillaba. El yayo numeraba los
discos identificándolos con un papelito pegado con adhesivo celo sobre la
portada. Durante esa semana, del hilo musical se encargaba él y no otro, la
banda sonora de aquellos días la establecía el abuelito, todos los discos sonaban en el orden preciso y
exacto que él había previsto, nadie cuestionaba ese hecho y, como tantas
otras obstinaciones de mi yayo la vivíamos
con respeto pero con cierto humor. En la
cena de navidad, antes de los brindis,
como todos íbamos "piripis" (que después de todas las expresiones catequistas
era la palabra favorita de la tía Rosario), mi primo José
aprovechando el júbilo, la algarabía y el despiste, ponía Blue Moon
interpretada por Dean Martin. Los primeros compases a mi abuelo lo pillaban
siempre por sorpresa en medio de alguna larga
explicación. Mi yaya, sin embargo, se levantaba tranquila con los ojos
vidriosos, dejaba la servilleta sobre la mesa, lo cogía de la mano con una
gracia que a mí me parecía infinita y entre risas, aplausos, gritos y la
resignación del yayo, salían a bailar cogidos. Ese momento era más que mágico, recuerdo
que yo cerraba los ojos intentando
retener ese instante que para mí era la felicidad. Luego, brindábamos y
empezaba a sonar música ligera, razón que justificaba la jaqueca y retirada
inmediata del yayo , y al poco rato mi padre bostezaba, besaba a mi madre y
hacía lo mismo: bonna nit!
El
resto continuábamos riendo, bebiendo, fumando y
bailando hasta altas horas de la madrugada. Tener resaca me parecía algo
fantástico, muy chic, tanto como tomarse
un bloody mary con salsa perrins
y tabasco la mañana siguiente.
Pero
bueno… las navidades pasaban y todo volvía a la normalidad, la vida continuaba sonando en todas aquellas
habitaciones. La prima Laura que tenía el pelo lacio y muy largo como sus
faldas y sus botas y aspecto de sureña,
empezó con Joan Baez y Ray Stevens, pero luego gracias a Dios, a las birras
y Sweet Home Alabama, se engancho primero a Janis Joplin, luego a la Velvet Undergraund y entre ambas a alguna
adición más que ahora no viene al caso. Joder, recuerdo la primera vez que,
pasando frente a su habitación oí a
Janis. Me quede petrificado, no me atrevía a mover ni un musculo, recuerdo que
deje resbalar mi cuerpo por la pared y me senté allí en el pasillo, junto a su
puerta, llorando de … no sé. No quise
entrar hasta no estar bien seguro de que el último compas de Maybe cerraba el
tema. Fue una de las ostias más gratas y
certeras que recibiría mi cerebro, algo empezaba a cambiar por aquí
adrento.
Mi
primo Carles, que por aquel entonces aún
se llamaba Carlos Luís y ya andaba taciturno y como torturado, empezó oyendo a
Camel, pero entraba en un éxtasis que rozaba el autismo con Robert Fripp y King
Krimson, y lo más frívolo que se permitía escuchar era a Frank Zappa. Con Carlos, además de a hablar cansadamente, aprendí a poner los ojos en blanco. Yo, sin
hacer ruido me sentaba a unos metros de él y ponía también los ojos en blanco,
mirando alternativamente al techo y a él.
En
la sala de estar había un tocadiscos Bettor mark 62 con maleta de madera y
aguja de diamante, esto último me fascinaba especialmente: de-di-a-man-te. Este
tocadiscos estaba monopolizado por mi primo mayor José que solo escuchaba Jazz,
de hecho él, en su humilde aspiración, se hacía llamar Joe por Joe Farrell el saxo soprano y flautas de
Retorn to Forever. Al principio de los ochenta Joe, bueno José, estuvo tocando
en un cuarteto junto a unos neoyorquinos afincados en Valencia, la flautista
Martha Perry y el pianista Joshua Edelman. Esto fue un poco antes de que
decidiera apoyar los cañones de una escopeta en su barbilla. Música, música,
música.
Ahora me viene a la cabeza mi padre, que siempre estaba fuera de casa, trabajando. Él oía música en el coche, con aquellos cassettes de cartucho, creo recordar que eran de Manolo Caracol, Manuel Ortega Juárez,
Antonio Molina, ni te digo. Pero solo cuando mi madre no iba en el coche.
Había otra habitación, la que compartían Ana y mi
tío Vicentin, que iba soltando indiscretamente sus primeras plumas, nos disfrazábamos y bailábamos Sugar Baby
Love de los Rubettes, y Kung fu fighting de Carl Douglas, o Fly Robyn Fly de
Silver Convention, o Lady Bump de Penny MacLean. Ana, que en esos años decidió
estudiar piano, se fue sofisticando y empezó a oír también a Barry White, Marvin Gaye, Gloria Gaynor,
The Jackson 5. En la otra punta del
pasillo estaba la habitación de Miguel y
con mi prima Rosa hacíamos los tres como que tocábamos la guitarra oyendo Can
the can de Suzi Quatro, guauuh!!; o Down down de Status Quo, y Born to Wild de
Slad, mientras Rosa me traducía cantando “podemos
escalar tan alto, yo no quiero morir nunca, nacido para ser salvaje, nacido
para ser salvaje
“ y entonces, un buen día, Miguel apareció con un álbum de T.Rex y joderrr , otra ostia en el cerebro. Quién
era aquel tipo que aparecía en las fotos?, ahí estaba Marc Bolan con aquel pelo
afro cardado, los ojos pintados, purpurina en las mejillas, aquellas pieles, esos sombreros y tirando de aquel hilo nos fue llegando Bowie, y, y… bufff!! .
Y el primo Vicentin, que ya había salido informalmente del armario, cómo no podía ser de otra manera, se nos subió al carro del glam, pero glam glam.
El yayo cada vez entendía menos y se encerraba más horas en su despacho; la yaya sonreía y establecía lazos de complicidad con nosotros.
Un día, desayunando con el yayo y mis padres, le oí decir:
"Juventud y diversión, qué coño, además Franco la está espichando". ...
Un día, desayunando con el yayo y mis padres, le oí decir:
"Juventud y diversión, qué coño, además Franco la está espichando". ...
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