port des torrents


La Naturaleza,en su perfección, suele armonizar conjunciones de una belleza apabullante. Algunas veces, incluso con la intervención del ser humano, la Naturaleza sublima su esplendor permitiéndonos acariciar de nuevo la divinidad, nuestra esencia.
Todo ocurrió en unos minutos, apenas a cien metros frente a nosotros:
Quizás el mistral inclemente que sacude a la Mar en sus arribas, arremetiendo de fuerte oleaje contra una costa crispada de rocas, cubiertas de estruendo, de rizos y blancos. Tal vez, un motor que no responde y, de seguro, la falta de pericia y la pérdida de papeles, los nervios, que la Mar no perdona, jamás disculpa. La embarcación a la deriva, petrificado el aparejo, sin arriar vela, ni velamen, sin control, a merced del viento, de las olas, ... hacía las rocas. Un fondo imprevisto que trama calado y, que de un zarpazo, desgarra el casco y arranca de cuajo la quilla. Un barco que vuelca, sin solución de adrizamiento, abatido, desarbolado por el primer golpe de ola. Oímos el quejido, la propia rocas se estremece con el estallido del casco. No ha sido tan solo una cosa, ni tan siquiera el orden de los factores hubiera alterado este ahora. La Naturaleza, en su perfección, suele armonizar conjunciones de una belleza apabullante. En ocasiones, como esta, las conjunciones en las que la Naturaleza nos envuelve nos muestran su lado más brutal y despiadado. En estos casos las consecuencias suelen ser atroces, aciagas.
Vuelve la calma, el oleaje apenas un murmullo. 
Pedazos, restos diseminados por los fondos, blancos y maderas tiznando las orillas. Arriba, sobre las rocas, hético, bañado por el sol,  un pedazo varado de proa proyecta duelo a los veleros que hoy costean. Algo, más allá del silencio, ensombrece los rostros de los navegantes. 
Pasqualino se llamaba




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