un buen día de agosto
Heráclito
se levantó un buen día de agosto y, como todas las mañanas,
salió al patio, escupió a los geranios, se desperezo histriónicamente y, mirando entrelegañado
al cielo, dió gracias a los dioses. Se refrescó la cara y la cabeza en la
fuente, viendo como el reflejo de su rostro sobre el azul del cristalino
remanso era trazado por unos peces de colores. Pensó en volar mientras dejaba
que su barba empapada mojara la túnica. Era temprano, apenas clareaba, olía a higos y las abejas aún no zumbaban, hoy sería un día especialmente caluroso. Le gustaba ese momento del día en el que todos dormían, excepto un par de siervos que, sigilosamente activos de aquí para allá preparaban su desayuno: pan de cebada empapado en vino puro, unos pocos higos y aceitunas. Le gustaba ese momento del día, ese silencio apenas pespunteado de pequeños sonidos: gotas de agua en la fuente, el ladrar de un perro a lo lejos, el sonido del vino al caer en el kilix y el bostezo de alguna chicharra que, como él, había madrugado … Le gustaba ese momento del día , su cara mojada, la barba húmeda, el contacto de su piel con el quitón. Sentado frente al desayuno, como muchas mañanas, cerró los ojos y aspiró con fuerza, hinchando el pecho, intentando absorber toda aquella efímera belleza que le rodeaba. Que le rodeaba (¿?). Con los ojos cerrados, esa mañana de un buen día de agosto escribió “En un río entramos y no entramos, pues somos y no somos”. Que más tarde, creo que por una interpretación de Platón, traducirían erróneamente como “Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río”.
Como tantas mañanas, cuando apenas clareaba, he nadado, el agua era un remanso, mi cuerpo una cuchilla blanda, un pez de color. Creo que he llorado bajo el agua, mientras reía, creo que he llorado, pero solo lo creo no te lo podría asegurar. He flotado, el cielo aún oscuro comenzaba a azulear suave, como una caricia lenta que estremecía al verde en su reflejo, a las piedritas, a las rocas, a mi piel. Me gusta este momento del día. Me gusta ese silencio apenas pespunteado de pequeños sonidos: el susurro de las olas, el aleteo de algún perezoso cormorán, el ladrido de un perro y algún coche a lo lejos. Me gusta ese momento del día, mi piel mojada, la sal, cerrar los ojos y aspirar con fuerza hinchando el pecho, intentando absorber toda esta belleza efímera de la que formo parte. Entrar y no entrar, ser y dejar de serlo. Una caricia, sin puertas, unas cortinas estremecidas al vuelo de la brisa. Joder.
La impermanencia, todo cambia, cambiando, siempre cambiando.
La impermanencia, todo cambia, cambiando, siempre cambiando.
cada vez soy más cristalino.
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